Negro o blanco, ¡pon diamantes en tu plato!
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junio 15, 2016Parece ser que Pablo Larraín nunca dejará de sorprenderme. Después de unas cuantas películas en las que se nota que desea ser un gran contador de historias, en 2015 por fin lo consigue con El club. Después de ver la película, creo que no tiene nada que envidiar a cineastas como Cuarón, Campanella o, incluso, Iñárritu. Aunque me parece a mí, sin saber cuáles son sus aspiraciones, que Hollywood quiere un poquito más.
Este film te hace plantearte una pregunta, que se va repitiendo dentro de ti a lo largo de todo el metraje: “¿cómo ha de ser un castigo justo?” O, incluso: “¿existe?”. Pero no adelantemos acontecimientos, empecemos por la historia: la película nos muestra la vida de unos sacerdotes que conviven en una casa de retiro, o eso dicen, con una monja que los cuida. O eso dicen. Pero esta apacible convivencia cambia cuando, un día, llega a la casa un nuevo sacerdote. A partir de ahí el espectador empieza a comprender la naturaleza de esa convivencia, el motivo y el castigo, así como la relación entre los personajes y la vida anterior, el mundo real. Ahí está lo interesante, de hecho. Y en dos sentidos: en cuanto a la historia que ese mundo anterior (el real) esconde; y el cómo nos lo cuentan sin mostrarlo. De hecho, justo ahí radica el valor de esta película: no se trata de ver una historia, sino tener que imaginarla, tener que hacer funcionar nuestro cerebro para volar hacia unas situaciones que no veremos, pero que nos conmueven de tal manera que no te van a dejar indiferente.
Desde siempre, el director nos ha ofrecido piezas históricas o sobre hechos reales. Ser de un país como Chile y dedicarse a contar historias es como ser español y dedicarse a contar historias, también. De alguna manera te va a afectar si no tu vida directamente, la de tu familia, con respecto a los diferentes hechos históricos que han tenido lugar recientemente. En el cine de Larraín se nota desde 2008 y su segunda película, Tony Manero, con la dictadura chilena como trasfondo de la historia principal. Y a partir de ahí, lo mismo en Post Mortem y ya de lleno en NO, sobre el plebiscito de 1988 -por cierto, nominada al Oscar como Mejor Película de Habla No Inglesa-. En El Club deja a un lado la dictadura de Pinochet pero para abordar una historia, de nuevo, muy real, sobre un tema muy real y que, desgraciadamente, no ha ocurrido solo en el país andino -de hecho coinciden en el tiempo la ganadora del Oscar Spotlight y ésta que nos ocupa sobre el mismo tema-. Y es que este carácter y afán por llevar hacia el espectador la ficción más real o la realidad tan bien ficcionada culmina aquí de una manera sublime, donde ni se pasa por un lado ni por el otro, sino que nos lo ofrece en su justa medida. Por cierto que lo próximo serán biopics: uno del poeta Pablo Neruda y otro sobre Jackie Kennedy, protagonizado por la bella Natalie Portman. Las expectativas están altas.
El Club está narrada desde el punto de vista de los malos, me pregunto si alguien empatiza con alguno de los protagonistas en algún momento. Sobre todo porque Larraín nos muestra la humanidad detrás de esos rostros que tan presente tienen lo que han hecho. Además, está filmada de manera que parece un documental, quizá por la terrible realidad que lleva dentro. Así que llegas a trasladarte allí, a esa colina, como si estuvieses sentado observando la casa amarilla acompañado del misterioso visitante. Y nos encontramos con una historia de detectives, con esa investigación que lleva a cabo el implacable investigador que no disimula su rechazo por la situación, presente y pasada. Y Larraín nos deleita, de esta manera, si caer en tópicos ni quitarle la esencia al trasfondo del relato, a lo que de verdad nos ocupa, tan terrible como necesario.
No se puede dejar de mencionar el fantástico trabajo que hacen los actores del film, en especial Roberto Farias, ese misterioso “manifestante” que te atrapa de una manera que no podrás evitar querer atravesar la pantalla para darle un abrazo. Y también ella, la carcelera encarcelada, Antonia Zegers. Habitual, por cierto, en el cine de Larraín. Totalmente normal que le haya cautivado. A través de su personaje nos damos cuenta de cómo hay que guardar las apariencias en una situación rebosante de vergüenza y que hay que mantener lo más oculta posible.
No es una película con grandes estrellas del cine -entendidas como tal-, ni con efectos especiales, ni siquiera tiene mucho ritmo… Pero el director no te deja parpadear en ningún momento, atento de cada palabra y de cada silencio. De cada gesto y de cada acción. Es un film sobre lo más íntimo del ser humano, sobre sentimientos e impulsos. Es el relato más duro sobre abusos sexuales que existe sin ser explícito, y ahí está la genialidad. Todo esto lo convierte no en una gran película, sino en una película imprescindible. Y recuerda, el pasado siempre estará ahí.
9/10